Libro: Buzón de
tiempo
Cuento: Soñó que
estaba preso
Imagen Educarte
Transcrito por
Ruth Vásquez
Aquel preso soñó que estaba preso. Con matices, claro, con
diferencias. Por ejemplo, en la pared del sueño había un afiche de París; en la
pared real sólo había una oscura mancha de humedad. En el piso del sueño corría
una lagartija; desde el suelo verdadero lo miraba una rata. El preso soñó que
estaba preso. Alguien le daba masajes en la espalda y él empezaba a sentirse
mejor. No podía ver quién era, pero estaba seguro de que se trataba de su
madre, que en eso era una experta. Por el amplio ventanal entraba el sol
mañanero y él lo recibía como una señal de libertad. Cuando abrió los ojos, no
había sol. El ventanuco con barrotes (tres palmos por dos) daba a un pozo de
aire, a otro muro de sombra. El preso soñó que estaba preso. Que tenía sed y
bebía abundante agua helada. Y el agua le
brotaba de inmediato por los ojos en
forma de llanto. Tenía conciencia de por qué lloraba, pero no se lo confesaba
ni siquiera a sí mismo. Se miraba las manos ociosas, las que antes construyeron
torsos, rostros de yeso, piernas, cuerpos enlazados, mujeres de mármol. Cuando
despertó, los ojos estaban secos, las manos sucias, las bisagras oxidadas, el
pulso galopante, los bronquios sin aire, el techo con goteras. A esa altura, el
preso decidió que era mejor soñar que estaba preso. Cerró los ojos y se vio con
un retrato de Milagros entre las manos. Pero el no se conformaba con la foto.
Quería a Milagros en persona, y ella compareció, con una amplia sonrisa y un
camisón celeste. Se arrimó para que él se lo quitara y él, no faltaba más, se
lo quitó. La desnudez de Milagros era por supuesto milagrosa y él la fue
recorriendo con toda su memoria, con todo su disfrute. No quería despertarse,
pero se despertó, unos segundos antes del orgasmo onírico y virtual.
Y no había
nadie. Ni foto ni Milagros ni camisón celeste. Admitió que la soledad podía ser
insoportable. El preso soñó que estaba preso. Su madre había cesado los
masajes, entre otras cosas porque hacía años que había muerto. A él invadió la
nostalgia de su mirada, de su canto, de su regazo, de sus caricias, de sus
reproches, de sus perdones. Se abrazó a sí mismo, pero así no valía. Milagros
le hacía adiós, desde muy lejos. A él le pareció que desde un cementerio. Pero
no podía ser. Era desde un parque. Pero en la celda o había parque, de modo
que, aun dentro del sueño, tuvo conciencia de que era eso: un sueño. Alzó su
brazo para también él brindar su adiós. Pero su mano era solo un puño, y, como
es sabido, los puños apretados no han aprendido a decir adiós. Cuando abrió los
ojos, el camastro de siempre le trasmitió un frío impertinente. Tembloroso,
entumecido, trató de calentar sus manos con el aliento. Pero no podía respirar.
Allá, en el rincón, la rata lo seguía mirando, tan congelada como él. El movió
la mano y la rata adelantó una pata. Eran viejos conocidos. A veces él le
arrojaba un trozo de su horrible, despreciable menú. La rata era agradecida.
Así y todo, el preso echó de menos a la verde, agilísima lagartija de sus
sueños y se durmió para recuperarla. Se encontró con que la lagartija había
perdido la cola. Un sueño así, ya no valía la pena de ser soñado. Y sin
embargo. Sin embargo empezó a contar con los dedos los años que le faltaban.
Uno dos tres cuatro y despertó. En total eran seis y había cumplido tres. Los
contó de nuevo, pero ahora con los dedos despiertos. No ten a radio ni reloj ni
libros ni lápiz ni cuaderno. A veces cantaba bajito para llenar precariamente
el vacío. Pero cada vez recordaba menos canciones. De niño también había
aprendido algunas oraciones que le había enseñado la abuela. Pero ahora a quién
le iba a rezar?. Se sentía estafado por Dios, pero tampoco él quería estafar a
Dios.
El preso soñó que estaba preso y que llegaba Dios y le confesaba que se
sentía cansado, que padecía insomnio y eso lo agotaba, y que a veces, cuando
por fin lograba conciliar el sueño, tenía pesadillas, en las que Jesús le pedía
auxilio desde la cruz, pero El estaba encaprichado y no se lo daba. Lo peor de
todo, le decía Dios, es que Yo no tengo Dios a quien encomendarme. Soy como un
Huérfano con mayúscula. El preso sintió lástima por ese Dios tan solo y abandonado.
Entendió que, en todo caso, la enfermedad de Dios era la soledad, ya que su
fama de supremo, inmarcesible y perpetuo espantaba a los santos, tanto a los
titulares como a los suplentes. Cuando despertó y recordó que era ateo, se le
acabó la lástima hacia Dios, más bien sintió lástima de sí mismo, que se
hallaba enclaustrado, solitario, sumido en la mugre y en el tedio. Después de
incontables sueños y vigilias llegó una tarde en que dormía y fue sacudido sin
la brusquedad habitual, y un guardia le dijo que se levantara porque le habían
concedido la libertad. El preso sólo se convenció de que no soñaba cuando
sintió el frío del camastro y verificó la presencia eterna de la rata. La
saludó con pena y luego se fue con el guardia para que le dieran la ropa, algún
dinero, el reloj, el bolígrafo, una cartera de cuero, lo poco que le habían
quitado cuando fue encarcelado. A la salida no lo esperaba nadie. Empezó a
caminar. Caminó como dos días, durmiendo al borde del camino o entre los
árboles.
En un bar de suburbio comió dos sandwiches y tomó una cerveza en la
que reconoció un sabor antiguo. Cuando por fin llegó a casa de su hermana, ella
casi se desmayó por la sorpresa. Estuvieron abrazados como diez minutos.
Después de llorar un rato ella le preguntó qué pensaba hacer. Por ahora, una
ducha y dormir, estoy francamente reventado. Después de la ducha, ella lo llevó
hasta un altillo, donde había una cama. No un camastro inmundo, sino una cama
limpia, blanda y decente. Durmió más de doce horas de un tirón. Curiosamente,
durante ese largo descanso, el ex preso soñó que estaba preso.
Con lagartija y
todo
No hay comentarios:
Publicar un comentario