Llibro El Pájaro Belverde y otras fábulas, de Italo Calvino
Ilustraciones de Emanuele Luzzati (Buenos Aires, Ediciones Librerías Fausto, 1977).
Transcrito por Ruth Vásquez
Había un hojalatero que no tenía hijos. Un día su mujer
estaba sola en la casa y hacía hervir unos garbanzos. Pasó una mendiga y pidió
una escudilla de garbanzos como limosna.
—No es que a nosotros nos sobren los garbanzos —dijo la
mujer del hojalatero—, pero donde comen dos también comen tres: aquí tiene una
escudilla y apenas los garbanzos estén cocidos, le doy un cucharón lleno.
—¡Por fin encontré un alma bondadosa! —dijo la mendiga—.
Mire: yo soy un hada y quiero premiarla por su generosidad. ¡Pídame lo que
quiera!
—¿Qué puedo pedirle? —dijo la mujer—. El único disgusto
que tengo es el de no tener hijos.
—Si no es más que eso —dijo el hada, golpeando las
manos—, ¡que los garbanzos en la olla se le vuelvan hijos!
El fuego se apagó, y de la olla, como garbanzos que
hierven, saltaron afuera cien niños, pequeños como granitos de garbanzos y
empezaron a gritar: —¡Mamá, tengo hambre! ¡Mamá, tengo sed! ¡Mamá, álzame en
brazos!—, y a desparramarse por los cajones, las hornallas, los tarros. La
mujer, asustada, se agarró la cabeza: —¿Y cómo hago ahora para sacarle el
hambre a todas estas criaturas? ¡Pobre de mí! ¡Lindo premio que me dio! ¡Si
antes, sin hijos, estaba triste, ahora que tengo cien estoy desesperada!
—Yo creí hacerla feliz —dijo el hada—, pero si no es así,
¡que sus hijitos vuelvan a ser garbanzos! —y golpeó otra vez las manos.
Las vocecitas no se oyeron más y en lugar de los hijitos
había sólo muchos garbanzos desparramados por la cocina. La mujer, ayudada por
el hada, los recogió y volvió a ponerlos en la olla; eran noventa y nueve.
—¡Qué raro! —dijo el hada—, hubiera jurado que eran cien.
Después el hada comió su escudilla de sopa, saludo y se
fue.
Al quedarse a solas, la mujer sintió nuevamente una gran
tristeza; sintió ganas de llorar y decía: —¡Oh, si por lo menos me hubiera
quedado uno; ahora me ayudaría, y podría llevarle de comer a su padre al
taller.
Entonces oyó una vocecita que decía: —¡Mamá, no llores,
aún estoy yo!—. Era uno de los hijitos, que se había escondido detrás del asa
de la jarra.
La mujer sintió una gran alegría: —¡Oh, querido, sal
afuera! ¿cómo te llamas?
—Garbancito —dijo el niño deslizándose por la jarra y
poniéndose de pie sobre la mesa.
—Muy bien mi Garbancito —dijo la mujer—, ahora tienes que
ir al taller a llevarle de comer a papá—. Preparó el canasto y lo puso sobre la
cabeza de Garbancito.
Garbancito comenzó a andar y se veía sólo el canasto que
parecía caminar solo. Preguntó cuál era el camino a un par de personas y todas
se asustaban proque creían que era un canasto que hablaba. Llegó al taller y
llamó: —¡Papá, papá, ven: te traigo de comer!
Su padre pensó: “¿Quién me llama? ¡Yo no he tenido nunca
hijos!” Salió y vio el canasto y debajo del canasto salía una vocecita: —Papá,
levanta el canasto y me verás. Soy tu hijo Garbancito, nacido esta mañana.
Lo levantó y vio a Garbancito. —¡Muy bien, Garbancito!
—dijo el padre, que era tachero—, ahora vienes conmigo, porque debo ir a
recorrer las casa de los campesinos, para ver si tienen algo roto que yo pueda
arreglar.
Y el papá se puso en el bolsillo a Garbancito y se
encaminaron. Por el camino no hacían más que charlar y la gente veía al hombre
que parecía hablar solo, y parecía estar loco.
Preguntaba en las casas: —¿Tienen algo para soldar?
—Sí, tendríamos algo —le contestaron—, pero a usted no se
lo damos porque está loco.
—¿Cómo loco? Yo soy más cuerdo que todos ustedes. ¿Qué
están diciendo?
—Decimos que por la calle no hace más que hablar solo.
—Pero no hablo solo. Conversaba con mi hijo.
—¿Y dónde tiene a ese hijo?
—En el bolsillo.
—¿No ve que tenemos razón? Está loco.
—Bueh, se lo muestro —y sacó del bolsillo a Garbancito
montado en uno de sus dedos.
—¡Oh, qué lindo hijito! Póngalo a trabajar con nosotros,
haremos que vigile al buey.
—¿Te quedarías Garbancito?
—Yo sí.
—Entonces te dejo aquí y pasaré a buscarte esta noche.
A Garbancito lo montaron sobre el cuerno de un buey y
parecía que el buey estaba solo allí, en medio del campo. Pasaron dos ladrones
y viendo el buey sin custodia lo quisieron robar. Pero Garbancito se puso a
gritar:
—¡Patrón! ¡Venga, patrón!
Corrió el campesino y los ladrones le preguntaron: —Diga,
señor, ¿de dónde sale esa voz?
—Ah —dijo el patrón—. Es Garbancito. ¿No lo ven? Está
ahí, sobre un cuerno del buey.
Los ladrones miraron a Garbancito y dijeron al campesino:
—Si nos lo presta por unos días, lo haremos rico— y el campesino lo dejó ir con
los ladrones.
Con Garbancito en el bolsillo, los ladrones fueron a la
caballeriza del Rey, para robar caballos. La caballeriza estaba cerrada, pero
Garbancito pasó por el agujero de la cerradura, abrió, fue a desatar los
caballos y pudo escaparse con ellos, escondido en la oreja de un caballo. Los
ladrones estaban afuera esperándolo, montaron los caballos y galoparon hacia la
casa.
Una vez llegados dijeron a Garbancito: —¡Oye, estamos
cansados y vamos a dormir! ¡Dale de comer a los caballos!
Garbancito comenzó a ponerles los morrales a los
caballos, pero se caía de sueño y terminó por quedarse dormido dentro de un
morral. El caballo no se dio cuenta y se comió a Garbancito junto con la
cebada.
Los ladrones, cuando vieron que no volvía, bajaron a
buscarlo en la caballeriza. —Garbancito, ¿dónde estás?
—Estoy aquí —respondió una vocecita—, estoy en la panza
de un caballo.
—¿Qué caballo?
—El que está aquí.
Los ladrones destriparon un caballo, pero a Gargancito no
lo encontraron.
—No es éste.
—¿En qué caballo estás?
—En éste —y los ladrones destriparon otro.
De ese modo continuaron destripando un caballo después de
otro, hasta que los mataron a todos, pero a Garbancito no lo encontraron. Se
habían cansado y dijeron: —¡Lástima! ¡Lo perdimos! ¡Y pensar que nos venía tan
bien! ¡Además perdimos todos los caballos!—. Tomaron las carroñas, las tiraron
en un prado y fueron a dormir.
Pasó un lobo hambriento, vio a los caballos destripados y
se hizo una comilona. Garbancito seguía aún escondido en la panza de un
caballo, y el lobo se lo tragó. Así que se quedó en la panza del lobo y cuando
el lobo volvió a tener hambre y se acercó a una cabra atada en un campo,
Garbancito, desde allá adentro, se puso a gritar: ¡Al lobo! ¡Al lobo!, hasta
que llegó el dueño de la cabra e hizo escapar al lobo.
El lobo dijo: “¿Qué me pasa que me salen estas voces?
Debo tener la panza llena de aire”, e intentó sacar afuera el aire.
“Bien, ya debería habérseme ido”, pensó. “Iré a comerme
una oveja.”
Pero cuando estuvo cerca del redil de la oveja, Garbancito,
desde aquella panza, comenzó a gritar: —¡Al lobo! ¡Al lobo!—, hasta despertar
al dueño de la oveja.
El lobo estaba preocupado. “Aún tengo ese aire en la
barriga que me hace hacer esos ruidos”, y volvió a intentar sacarlo afuera.
Disparó aire una vez, dos veces, a la tercera salió también Garbancito y corrio
a esconderse en una mata. El lobo, sintiéndose liberado, volvió hacia el redil.
Pasaron tres ladrones y se pusieron a contar el dinero
robado. Uno de los ladrones comenzó a contar: —Uno dos tres cuatro cinco…—. Y
Garbancito, desde la mata, le hacía burla: —Uno dos tres cuatro cinco…
—¿Así que no te quieres callar? —dijo el ladrón a uno de
los compañeros—. Ahora te mato.
Y lo mató. Y al otro: —Si te interesa terminar como él,
ya sabes cómo hacer… —Y recomienza. —Uno dos tres cuatro cinco…
—Y Garbancito repite: —Uno dos tres cuatro cinco…
—No soy yo el que habla —dijo el otro ladrón—, te juro,
no soy yo…
—¡Quieres hacerte el vivo conmigo! ¡Yo te mato! —Y lo
mató. —Ahora estoy solo —dijo para sí—, puedo contar el dinero en paz y
guardármelo todo para mí. Uno dos tres cuatro cinco…
Y Garbancito: —Uno dos tres cuatro cinco…
Al ladrón se le pusieron los pelos de punta: —Aquí hay
alguien escondido. Es mejor que me escape. —Escapó, y dejó allí el dinero.
Garbancito con la bolsa del dinero sobre la cabeza volvió
a su casa y golpeó la puerta. Su madre abrió y vio sólo la bolsa del dinero.
—¡Es Garbancito! —dijo. Levantó la bolsa, debajo estaba
su hijo y lo abrazó.
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