Leyenda desde Cajamarca,
Perú
Escribe:
Antonio Goicochea Cruzado
Adaptación de Imagen
Educarte
El anochecer los sorprendió en las estribaciones
del Cerro Negro, cerca de la Laguna de Santa Rosa, a pesar de encontrarse a dos
horas de San Miguel, no podían continuar porque las acémilas se encontraban
cansadas. Hacer pascana era lo más inteligente. Desmontaron, descargaron los
productos que llevaban a vender en la feria de la Virgen del Arco.
Desensillaron a las acémilas, las abrevaron y les dieron una ración de cebada
que para el efecto llevaban. Allá por los años veinte del siglo pasado, un 20
de diciembre.
Con
la diligencia que da la experiencia en largos viajes prepararon la cena, un
caldo caliente con arroz, para y quesillo, acompañado de cecina asada y cancha
de maíz paccho. Unos tragos de
buen aguardiente, del pacchino, como dicen
ellos, les ablandó la coca, los que sinérgicos les estimularon una fácil
conversación.
De
San Juancito, para la Virgen del Arco, decían palpando los encargos que sus
familiares y amigos les habían encargado, algodón y velas que luego de
impregnarlas con el fluido bienhechor de la Virgen, las retornaría a casa para
hacer sentir su influencia en la buena salud, bienestar y felicidad de sus
hogares.
Con
las jergas como colchón y cubiertos con ponchos y frazadas, se prepararon a
dormir bajo el límpido cielo santarrosino
cargado de estrellas.
Cuando
ya conciliaban el sueño salió la luna con su blanca redondez, los arbustos
proyectaron sus sombras. Era media noche, el silencio fue roto por un claro
tañer cercano de una campana. Curiosos dejaron sus lechos y se dirigieron a
buscarla.
Bamboleándose
sobre los totorales de la orilla de la laguna observaron a una dorada campana.
Sería un bonito regalo para la Virgen, dijeron entusiasmados. Con reatas de los
aparejos de las acémilas, lazaron a la campana, pero les fue imposible jalarla
a tierra firme. Ante tan difícil empresa, ataron a la campana a arbustos
cercanos y retornaron a dormir.
Antes
que rayara la aurora, cuando a los lejos escuchaban el primer cantar de los
gallos, ya descansados retornaron a la laguna. Trataron otra vez de jalarla,
pero la fuerza de tres hombres no fue suficiente. Acordaron que uno de ellos
iría a San Miguel a dar aviso al sacerdote y autoridades.
Las
calles del pueblo eran una algarabía:
-Que
vayan los más fuertes. Por lo menos veinte hombres se necesitan.
-Don
Gregorio Caballero debe proporcionar su yunta, es la más fuerte.
-Que
los acompañe la banda de músicos. Se necesitan avellanas. Que lleven las del
mayordomo.
-El
cura no quiere ir porque dice que es encanto. Sería un sacrilegio hacerlo.
-Que
lleven cañazo y cigarros, es bueno para el ánimo.
Llegaron
a la laguna. La dorada campana, de unas ocho arrobas, se bamboleaba atada al
yugo. Cuando su badajo la tocaba, fino tañer llenaba el ambiente. La fuerza de
los comisionados y la del chotanos tuvo lograron el cometido. Ataron la campana
al yugo y fustigaron a la yunta para iniciar el retorno. Se soltaron 10
avellanas, tal era el aviso convenido con los del pueblo para indicar el éxito
de la empresa.
Cerca
del pueblo, cuando ya se divisaba la alta torre del tempo se soltaron
avellanas, en respuesta las campanas del templo echaron al vuelo los más
límpidos tañeres que campanario alguno en el departamento tenga. A esto los
comisionados notaron que la campana de oro que traían se estremecía, se
samaqueaba con fuerza brutal. Cuando más arreciaban las campanas del tempo, la
de oro de agitaba más, tanto que se soltó y llevando las amarras como rabiza,
cual cometa sin hilo con viento a su favor, retornó hasta hundirse en la
laguna.
-Celosa
la condenada, decía el que comandaba al grupo, no quiso rivalizar con las
nuestras.
Hoy
en las noches de luna llena, a las doce, dicen que se escucha en la laguna el
tañer triste y jadeante de una campana.
Cuando en nocturna
pascana
en noche de
plenilunio,
junto a la
fría laguna
en faldas del Cerro
Negro
descansaban
los chotanos,
peregrinos y
devotos
de la Virgencita
del Arco,
a la que
venían a adorar
con ofrendas y
regalos,
rompiendo,
haciendo trizas,
el bucólico silencia
una campana
tañía.
Al verla a la
muy horonda
flotar sobre
el totoral,
pensaron en
ofrendarla,
a la egregia Señora.
No pudiendo
asirla solos
pidieron los
ayudaran
fornidos
sanmiguelinos.
En el yugo la
amarraron
de una yunta,
vigorosos,
y cuando al
pueblo llegaban
y el
campanario alegre
de la comunal
proeza
el éxito
celebraba,
celosa y con
envidia
de los
límpidos sonidos
de las
campanas del pueblo,
cual cometa en
ventarrón
con rabiza y
sin amarras
volvió la
campana de oro
a las húmedas
entrañas
de aquella
fría laguna.
Por eso hoy en
plenilunios
en laguna y
totorales
se escucha un
plañir jadeante
en la bella
Santa Rosa.
Una leyenda maravillosa que nos enseña según la idiosincrasia del pueblo que el oro que se halla en las profundidades de una laguna debe respetarse y permanecer allí, pues se narra que la campana de oro cuando los San MIguelinos y Chotanos apoyados por una yunta la llevaban cautiva al pueblo, la campana estremeciéndose rompió las amarras del yugo y voló semejando una cometa y regresó a las entrañas de la laguna Santa Rosa.
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