Un perro hizo lo que la familia Winokur no podía: se convirtió en el amigo de su hijo y logró aplacar sus arrebatos de furia.
Transcrito por Ruth Vásquez
En mayo de 1999, Donnie Winokur, de 43 años, y su esposo, Harvey, de 49, contemplaron al hijo de sus sueños: el niño que la infertilidad les había negado. Andrey, un bebé de un año de edad, aparecía en un breve video grabado en un orfanato ruso. Si a la pareja le gustaba el pequeño, podría iniciar el proceso legal para adoptarlo. A los dos les encantó.
Cuatro meses después, volaron a Rusia desde Atlanta, Georgia, donde vivían, para adoptar a Andrey, a quien decidieron llamar Iyal, y a una niña apenas dos días menor que él, sin parentesco con el bebé, a la cual llamaron Morasha. “En cierto momento, después de que los
niños cumplieron tres años, nuestro cuento de hadas de adoptar a dos bebés rusos comenzó a ensombrecerse”, dice Donnie, hoy de 56 años. A diferencia de Morasha, que era apacible y alegre, Iyal empezó a mostrarse rebelde y explosivo. Cuando veía algún personaje de caricatura en una taza de plástico o alguna de las muñecas Barbie de Morasha, hacía rabietas terribles. Engullía los alimentos con una urgencia inexplicable. En una ocasión, mientras iba en el auto con su familia, se desabrochó el cinturón de seguridad e intentó saltar por la ventanilla. Todas las noches despertaba hecho una furia. En el jardín de infantes, tiraba el triciclo encima de otros niños sin contemplaciones, o tal vez sin darse cuenta. Trataba de besar a los desconocidos, o de tocarles los pies.
Durante más de un año, médicos y psiquiatras infantiles examinaron a Iyal sin llegar a un diagnóstico. Luego lo hizo Alan G. Weintraub, un pediatra especialista en desarrollo, quien reparó en su cabeza pequeña, ojos muy separados, pliegues extras de piel cerca de la nariz y un aplanamiento en la zona media de la cara. Su diagnóstico fue un golpe duro e inesperado para los Winokur: aunque no era posible saber si la madre biológica del niño consumía alcohol, las pruebas apuntaban al síndrome de alcoholismo fetal (SAF). Iyal tenía discapacidad intelectual y era muy probable que presentara problemas: impulsividad, aislamiento social, falta de juicio y bajo rendimiento escolar; luego, en la adolescencia y la edad adulta, consumo de alcohol y drogas, ideas suicidas, incapacidad de vivir independientemente, conducta sexual inapropiada, desempleo y actos delictivos. Solo había unos cuantos medicamentos o terapias que podrían ayudarlo.
Donnie descubrió que una asociación sin fines de lucro ubicada en una zona rural de Ohio facilitaba perros de servicio para niños autistas, y se preguntó si uno de esos animales podría ayudar a Iyal. Harvey se oopuso; no sería capaz de aguantarlo.
Karen Shirk dirige una escuela de adiestramiento canino en Xenia, Ohio. Karen fundó la asociación sin fines de lucro 4 Paws for Ability (“4 patas para la Aptitud”) en 1998, después de que su propio perro de servicio, un pastor alemán negro llamado Ben, le salvó la vida. Tras haber adoptado a Ben por su cuenta, había contratado a un entrenador para que hiciera del cachorro un asistente. Las agencias de perros de servicio existentes tenían la política de no asignarlos a personas que usaban respiradores, lo cual excluía a Karen. Entonces decidió incursionar en ese negocio a fin de ofrecer perros adiestrados a quienes no pudieran tener acceso a ellos de otra manera.
En 2007, Karen recibió el llamado telefónico de Donnie Winokur, la madre de Iyal. Karen nunca había oído hablar de síndrome de alcoholismo fetal. Donnie, quien para entonces había fundado la filial en Georgia de la Organización Nacional de Síndrome de Alcoholismo Fetal, le dio una explicación rápida y precisa.
En enero de 2008, Donnie, su padre, una prima suya y sus hijos viajaron a Ohio para asistir a un curso de 10 días junto con otras familias que requerían perros de servicio. En el caso de los niños autistas o con trastornos de conducta, se adiestraba a los perros en “interrupción del comportamiento”, y en el caso de los que padecían epilepsia, diabetes o afecciones respiratorias, para alertar a los padres ante el inicio de un ataque o crisis. Cerca del 10 por ciento de las asignaciones de perros de 4 Paws no dan resultado. “Algunas fallan porque los padres no tienen la preparación para todo el trabajo extra que representa un perro”, explica Karen. Otras, porque el perro no es el adecuado para el niño. Un video familiar no siempre refleja la gravedad de los problemas de comportamiento.
La asociación de Karen le asignó a Iyal un perro llamado Chancer, un labrador dorado adulto, tranquilo, obediente y con una “autoestima elevada”, que no se sentiría herido ni insultado por el niño. Al final de la clase del segundo día, se invitó a las familias a que pasaran la noche con sus respectivos perros por primera vez. Mientras Donnie vigilaba a sus hijos, que se habían metido a chapotear en una pileta de agua caliente en la zona de la piscina techada del hotel, su prima llevó a Chancer a pasear. “Cuando regresaron, el perro miró a su alrededor y de pronto se puso a correr”, recuerda Donnie. “Pensé que estaba escapándose y que lo íbamos a perder. Pasó como un bólido por el solárium y se tiró a la pileta de agua caliente. ¡Estaba tratando de salvar a Iyal!” Chancer no estaba adiestrado para realizar rescates en el agua. Karen cree que, después de pasar 36 horas con el niño, el perro había formado un vínculo con él, aunque resultaba dudoso que Iyal sintiera el mismo apego. Uno de los estragos que el SAF causa en el cerebro de un niño es la falta de maduración de las respuestas emocionales. La capacidad de experimentar afecto, diversión, amistad y amor no se desarrolla bien o es entorpecida por barreras cognitivas. Sin embargo, la carcajada que Iyal soltó al ver cómo Chancer se tiraba a la pileta y caía con torpeza en el agua, fue el sonido más hermoso que Donnie había oído en mucho tiempo.
La mañana siguiente al día en que regresaron a casa con Chancer, Donnie y Harvey despertaron sintiendo que habían dormido profundamente toda la noche por primera vez en 10 años. Pero en seguida pensaron en Iyal y se alarmaron: ¿estaría bien? Lo encontraron dormido junto al perro, que acaparaba el colchón. Desde entonces, rara vez se ha interrumpido su descanso nocturno. Algunas veces Iyal se despierta, pero la presencia de Chancer lo tranquiliza y vuelve a dormirse.
El perro a menudo “presiente” los berrinches del niño y los ataja. Si un maestro particular o un terapeuta lleva mucho tiempo trabajando con Iyal en el comedor, Chancer se pone a caminar frente a ellos, con lo cual transmite un mensaje claro: “La sesión de hoy ha terminado”. Desde la planta alta de la casa se da cuenta de lo que ocurre abajo, mueve las orejas y entra en sintonía con su dueño. Cuando intuye que Iyal está a punto de enfurecerse, baja corriendo las escaleras y se reúne con él, lo empuja juguetonamente con la cabeza para que se tire al suelo, se tira encima de él, se estira y se relaja con un gruñido de satisfacción. Inmovilizado bajo el cuerpo de Chancer, Iyal forcejea, gime y luego se relaja también. El perro contiene al niño en el piso y lo aísla por un rato del mundo vertiginoso que tanto lo confunde.
Antes de tener a Chancer en casa, Iyal no parecía comprender que las demás personas pueden tener puntos de vista diferentes al suyo, una etapa del desarrollo cognitivo que se suele alcanzar a los cuatro años de edad. Gracias a su perro, el niño ahora considera lo que la gente quiere, piensa y siente. Ya es capaz de mostrar vergüenza o remordimiento después de hacer un berrinche, lo que indica que empieza a entender que sus arrebatos pueden afectar a otros, incluido su perro. “Lo más alentador es que ahora, cuando Iyal se enoja, va a buscar a Chancer y se acurruca junto a él hasta calmarse”, dice Donnie.
Es lo más cerca que el niño ha estado de autocontrolar su estado de ánimo. Chancer no ha curado a Iyal. “Desde el momento en que el niño se despierta cada mañana, hay tensión en la casa”, admite Donnie. “Tiene daños neurológicos y psicológicos que Chancer no puede reparar; sin embargo, el perro mitiga su discapacidad. Es como si tuviéramos una niñera”. Pero no una niñera de tiempo completo. Chancer no acompaña a Iyal a la escuela porque el niño no puede tomar las riendas de él. Si le ordenara hacer algo indebido o peligroso, o si él tuviera un comportamiento incorrecto o temerario, ¿se daría cuenta el perro de la situación y se negaría a obedecer, o lo detendría?
Chancer no sabe que Iyal tiene una discapacidad; lo único que sabe es que es su dueño. Ama al niño de una manera perfecta, con un amor aún más incondicional que el que puede ofrecerle su familia, y jamás se siente decepcionado ni avergonzado de él. Más allá de la capacidad o discapacidad cognitiva, más allá de los pronósticos de un futuro brillante o uno sombrío, cuando Iyal y Chancer pisan la tierra de un campo lleno de hierba, o cuando están en un patio de juegos o en una cancha de béisbol, se ponen a correr encantados de la vida. Son momentos de gran felicidad que sólo comparten un niño y su perro.
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