La noche que conocí a Einstein
Una lección de vida y de música de la mente más brillante
del mundo.
Por Jerome Weidman [1]
Transcrito por Ruth Vásquez
Cuando yo era un hombre muy joven y apenas empezaba a
abrirme camino en la vida, me invitaron a cenar en casa de un distinguido
filántropo neoyorquino. Después de la cena, nuestra anfitriona nos llevó a una
sala enorme. Aparentemente, me esperaba una velada de música de cámara. Digo la frase “me esperaba” porque la música
no significaba nada para mí. Casi no distingo los tonos musicales: sólo con
gran esfuerzo llevo en tono la melodía más simple, y la música seria para mí no
era más que ruido organizado. Así que hice lo que siempre hago cuando me siento
atrapado: me senté, y cuando empezó la música, puse lo que, esperaba, era una
expresión de inteligente apreciación, cerré los oídos internamente y me sumergí
en mis propios pensamientos totalmente irrelevantes. Después de un rato, al
advertir que las personas a mi alrededor aplaudían, concluí que podía destapar
mis oídos sin riesgo. Al instante oí una voz suave, pero sorprendentemente
penetrante, que me preguntaba si me gustaba Bach.
Sabía tanto de Bach como de la fisión nuclear. No obstante,
sí conocía uno de los rostros
más famosos del mundo, con la célebre melena
revuelta de pelo canoso y la indefectible pipa entre los dientes. Me encontraba
sentado al lado de Albert Einstein. Percibía que estaba ante un ser humano al
que no se le podía mentir, por pequeña que fuera la falsedad y por ello le
confesé que no sabía nada de Bach. No es que no quiera que me guste Bach, sólo
que no distingo los tonos musicales, o casi no, y en realidad nunca he
escuchado la música de nadie. Se asomó una expresión de preocupación al rostro
del viejo e inmediatamente me pidió que lo acompañara.
Mientras me llevaba por el atestado salón, fijé la mirada en
la alfombra, avergonzado. Un creciente murmullo de desconcertada especulación
nos siguió al salir al pasillo. Einstein no le hizo caso. Con firmeza, me llevó
al piso de arriba. Evidentemente conocía bien la casa. Allí, abrió la puerta de
un estudio, cuyas paredes estaban llenas de libros, me hizo pasar y cerró la
puerta.
—Dígame, por favor —prosiguió—. ¿Hay algún tipo de música
que le guste?
—Bueno —contesté—, me gustan las canciones con letra, y la
clase de música donde yo pueda seguir la melodía.
Sonrió y asintió con la cabeza, con evidente agrado.
—¿Me puede dar un ejemplo, tal vez?
—Pues bien —me aventuré—, casi cualquier cosa de Bing
Crosby.
Volvió a asentir animadamente.
—¡Muy bien! —Se dirigió a un rincón de la habitación, abrió
un fonógrafo y empezó a sacar discos. Lo observé con nerviosismo. Por fin,
sonrió. Puso el disco, y en un instante el estudio se llenó con los compases
relajados y cadenciosos de “When the Blue of the Night Meets the Gold of the
Day”, de Bing Crosby. Einstein me sonrió
y llevó el compás con su pipa. Después de tres o cuatro frases, detuvo el
fonógrafo.
—Ahora bien —dijo—. ¿Me dice, por favor, lo que acaba de
escuchar?
La respuesta más sencilla, aparentemente, consistía en
cantar la letra. Eso hice justamente, haciendo un esfuerzo desesperado por
mantenerme afinado y evitar que la voz se me quebrara. La expresión en el
rostro de Einstein era como el amanecer.
—¡Ya ve! —gritó con alborozo cuando terminé—. ¡Sí tiene oído
para la música!
Mascullé algo en el sentido de que era una de mis canciones
favoritas y que la había escuchado cientos de veces, así que eso no probaba
nada.
—¡Tonterías! —contestó Einstein—. ¡Lo prueba todo! ¿Recuerda
su primera lección de aritmética en la escuela? Suponga que en su primerísimo
contacto con los números el maestro le hubiera pedido que resolviera un
problema, digamos, que tuviera que ver con la división o las fracciones. ¿Lo
hubiera podido hacer?
—No, por supuesto que no.
—¡Precisamente! —y Einstein hizo un ademán triunfal con la
pipa—. Hubiera sido imposible, y usted habría reaccionado con pánico. Habría
cerrado la mente a la división y a las fracciones. Como resultado de ese
pequeño error de su maestro, es posible que durante toda la vida se le hubiera
negado la belleza de la división y de las fracciones. En su primer día, ningún
maestro sería tan tonto. Empezaría con cosas elementales. Luego, cuando hubiera
adquirido usted habilidad con los problemas más sencillos, lo llevaría hasta la
división y las fracciones. Así es también con la música.
Einstein pasó a algo más complicado. Encontró otro disco y
lo puso. La voz dorada de John McCormack cantando “El trompetista” llenó la
habitación.
—¡Bien! —dijo—. ¿Me hará el favor de cantarme eso?
Lo hice, con mucha timidez pero, para mí, con un
sorprendente grado de precisión.
—¡Excelente! —comentó Einstein cuando terminé—.
¡Maravilloso! ¡Ahora esto!
Siguieron una docena más de piezas. No podía yo sacudirme la
sensación de reverencia por la manera como este gran hombre, en cuya compañía
me encontraba por casualidad, se concentraba tan completamente en lo que
hacíamos, como si yo fuera lo único que le interesaba. Llegamos por fin a
grabaciones de música sin letra, que me pidió tararear. Cuando intenté dar una
nota aguda, Einstein abrió la boca e inclinó la cabeza hacia atrás, como para
ayudarme a lograr lo que parecía inalcanzable. Evidentemente, me acerqué lo
suficiente, porque de pronto apagó el fonógrafo.
—Ahora, joven —dijo, entrelazando su brazo con el mío—,
estamos listos para Bach.
Cuando regresamos a la sala, los músicos afinaban para
interpretar una nueva pieza. Einstein sonrió y me tranquilizó con una palmadita
sobre la rodilla.
—Sólo permítase escuchar —susurró—. Eso es todo.
No era todo, desde luego. Sin el esfuerzo que acababa de
hacer espontáneamente para un desconocido total, jamás hubiera yo escuchado,
como lo hice aquella noche por primera vez en la vida, “Las ovejas pueden
pastar seguras”, de Bach. He escuchado esta aria muchas veces desde entonces.
Creo que jamás me cansaré de hacerlo. Porque nunca la escucho solo. Estoy
sentado al lado de un hombrecito rechoncho con melena revuelta y canosa, una
pipa entre los dientes y ojos que contienen, en su extraordinaria calidez, toda
la maravilla del mundo.
Cuando terminó el concierto, agregué mi aplauso genuino al
de los demás. De pronto, nuestra anfitriona se dirigió a nosotros.
—Siento mucho, doctor Einstein —dijo con una mirada glacial
hacia mí—, que se perdió tanto de la función.
Einstein y yo nos pusimos de pie apresuradamente.
—Yo también lo siento —repuso—. Mi joven amigo y yo, sin
embargo, estábamos ocupados en la actividad más grande de la que es capaz el
hombre.
La mujer no entendía.
—¿De veras? —dijo—. ¿Y qué actividad es esa?
Einstein sonrió y puso su brazo sobre mis hombros. Y
pronunció diez palabras que, por lo menos para una persona que estará siempre
en deuda con él, son su epitafio:
—Abriendo un fragmento más de la frontera de
la belleza.
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