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sábado, 14 de junio de 2014

El labriego

Cuento
Antonio Goicochea

Casimiro volvía de su diaria jornada chacarera; traía la alforja llena de yuca, camote, frijoles y ajíes sobre el hombro; también cargaba un racimo de plátanos a la sazón, y la escopeta de chimenea a la bandolera. Sandor se le acercó cabrioleando y moviendo la cola. Se percibía una angustia en sus alborotadas piruetas, ahora s que antes.

Sandor era el perro mitayo que desde hacía medio o, en que Jesusa, su adorada mujer muriera presa de una incurable terciana, se quedaba en casa a cuidar a Nacho. El niño estaba protegido en un corralito de estacas clavadas en el suelo, de s o menos un metro cuadrado. Recordó Casimiro que un a Nacho tiró un juguete fuera del corralito, y Sandor, presuroso, lo atra y lo devolvió. Así aprendió a jugar con su dueño. Haa trocado el cuidado de cabras por el cuidado del niñito.

Casimiro vio que su perro engreído tenía ensangrentada su boca y sus blancas patas. Mil imágenes cruzaron por su mente. Tiró las vituallas al suelo, descolgó su escopeta, puso en la línea de mira al inquieto Sandor, levando el percutor, pulsó el gatillo y un fogonazo arrastró decenas de perdigones que fueron a incrustarse en el cuerpo del perro. Un aullido lastimero preludió sus últimos estertores en el patio de entrada de la casucha.


Lleno de ira ingresó a donde se encontraba su querido hijo. Nacho, con las manos fuera del corralito, jugueteaba con la cola aún caliente del lince que yacía sin vida con el pescuezo destrozado.

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