Cuento
Antonio Goicochea
Casimiro volvía de su diaria
jornada chacarera; traía
la alforja llena de yuca, camote, frijoles y ajíes sobre el hombro;
también cargaba un racimo
de plátanos a la sazón,
y la escopeta
de chimenea a la bandolera. Sandor se le acercó cabrioleando y moviendo
la cola. Se percibía
una angustia en
sus alborotadas
piruetas,
ahora más que antes.
Sandor era el perro mitayo que desde hacía medio año, en que
Jesusa, su adorada mujer muriera presa de una incurable
terciana, se quedaba en casa a cuidar a Nacho. El niño estaba protegido en un corralito de estacas clavadas en el suelo, de más o menos un metro
cuadrado. Recordó Casimiro que un día Nacho tiró un juguete fuera
del corralito, y Sandor, presuroso, lo atrapó y lo devolvió. Así aprendió
a jugar con su dueño. Había trocado el cuidado de cabras por el cuidado del niñito.
Casimiro vio que su perro engreído
tenía ensangrentada su boca y sus blancas patas. Mil imágenes cruzaron por su mente. Tiró las vituallas
al suelo, descolgó
su escopeta, puso en la línea de mira al inquieto
Sandor, levando el percutor,
pulsó el gatillo y un fogonazo arrastró decenas de perdigones que fueron a incrustarse en el cuerpo del perro. Un aullido lastimero preludió sus últimos estertores en el patio de
entrada de la
casucha.
Lleno de ira ingresó a donde se encontraba
su querido hijo. Nacho, con las manos fuera del corralito, jugueteaba con la cola aún caliente
del lince
que yacía
sin vida
con el
pescuezo destrozado.
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