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viernes, 3 de octubre de 2014

La moña, cuento de Antonio Goicochea

Autor Antonio Goicochea
Imagen: EDUCARTE  

– ¿A dónde vas, Lobita? –me dijo curioso el Meyengue.

– Voy a La Lucma, a don Jesusito, tengo que reclamar una moña para el toro que vestimos con mis hermanos. Meyengue, lleva estos dátiles pa’l Santiago, el Baquita y los patas de La Matanza. Mi papá está alegre y me ha comprado tanto que ya me harté.

A la sombra del amplio alar de su casa de campo, descansaba en una perezosa don Jesucito, artista plástico del pueblo, exalumno de Escuela de Artes de Lima. Las paredes exhibían hermosas litografías, aunque descoloradas por acción del sol y el tiempo. Sobre la mesa estaba la moña.

–Pasa, Antoñito, ahí tienes la moña, puedes llevarla, ya tu papá me ha pagado. Pero lávate las manos, quizá la vayas a ensuciar.

Mis manos mostraban residuos de las cajetas y dátiles que con dejadez y descuido había comido. Me lavé en un chorrito de agua del arroyo que pasaba al lado de la casa. Obsequiosa su esposa me alcanzó una toalla.

–Gracias, señora, gracias don Jesucito, dije.

Tomé la moña con cuidado. Era una mariposa plateada de raso de seda, tenía unos
lazos satinados del mismo color.

Al bajar por el empinado y sinuoso camino, mis pies buscaban los rastros de pisadas frecuentes, consuetudinarias, para no tropezar; mis manos acariciaban el abdomen, el tórax de la mariposa, mis ojos se solazaban en las alas de tul escarchadas de arco iris, los ojos de la mariposa brillaban cual perlas negras, las antenas se bamboleaban al ritmo del caminar.

Ya en la carretera mis dedos acariciaban con un raro placer la suavidad del raso y las onduladas formas de aquella mariposa de unos treinta centímetros de largo y unos treinta y cinco de envergadura. La rozaba con mi mejilla. ¡Qué suavecita era! La llevé junto a mi pecho.

A la entrada del pueblo, junto a la casa de la tía Mavila, escuché los acordes característicos de la Banda del Santiago, una marcha copiada de la Banda de Músicos de Reque.

Al encontrarnos, el Nolo Coshón hizo como si soltara los cohetes. –Shiiiiiiiiiiiiiiiii punnnnnnnnnnnnnnn, Shiiiiiiiiiiiiiiiii punnnnnnnnnnnnnnn. ¡Viva el donante! ¡Que viva don Alfonso! ¡Que vivan el Lobita, el Gordo y el Franklin!

El Meyengue había conseguido –dátiles de por medio– reunir a la patota.


–Colóquense a la retaguardia –ordenó, y Santiago, director de la Banda, que tocaba el trombón de vara hecho de carrizo, dispuso que tocara la marcha “El cóndor pasa” y así llegamos hasta mi casa en el Jr. 28 de Julio.

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