Escribe:
Antonio Goicochea Cruzado
Imagen:
Educarte
Inicia la jornada con las primeras
pinceladas del sol en las paredes. A
veces, sorbo a sorbo desayuna veloz; que el reloj no espera.
Lleva en su cajón, junto a escobillas
trapo y betún, una montaña de esperanzas y una latita triste, esperando
reviente de alegría cuando haya caído el sol.
Es su traje de combate; ropa, manos y
cara por pintor surrealista decorados, que no oculta realidades, que en este
diario bregar impera no disimular.
Cual expresión del obrar de la selva en
la ciudad se peleó por conseguir un espacio, un lugar, para lustrar.
Ha perdido la cuenta -el lustrador- de
cuánto calzado lustró; y, ya no quiere contar los días que faltan -infinitos-
para que los labios de sus pies besen su primer par de zapa-tos.
Da descanso a sus bártulos cuando en
las entrañas siente la tenaza del hambre. Una señora descalza, vivo retrato de
su madre, por unas monedas le alcanza un plato de comida. Golpe de fortuna.
La siesta no se hizo para él. De nuevo el transeúnte escucha:
- ¡Le lustro, señor!...
Y en sus manos de malabarista, escobilla
y trapos bocetan coreografías de futurista ballet. La manifiesta alegría al hacer zumbar el
trapo, no deja ver la preocupación sin límite que lo domina. Mil veces hasta que caiga el sol ha abierto
su cajón para ver si la alegría también ha llegado a su latita.
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