Cuento
de Antonio Goicochea Cruzado
Dibujo
de Johnny Becerra Becerra
Don Rosario
Florindez estaba orgulloso de su logro, diez años de paciente trabajo, de
cultivo dedicado, de cuidados exquisitos en su rosedal. Después de algunos fracasos,
ahora habían dado el resultado que perseguía con vehemencia: una planta con
flores negras, que la presentó al sétimo premio especial de “Barcelona”, y a la
que los expertos le dieron la más alta puntuación frente a más de quinientas
plantas presentadas al concurso.
A la entrega del
premio asistió con un terno blanco y zapatos del mismo color, y, en el ojal de
la solapa izquierda llevaba un botón de rosa negra; su esposa en cambio con un
vestido color de oro, llevaba en el pabellón de la oreja derecha una rosa negra
recién abierta, que resaltaba teniendo de marco una rubia cabellera.
La premiación, a las mejores rosas de la categoría oficial, estaba
prevista para el viernes siete de mayo al mediodía en la Rosaleda del Parque de
Cervantes. Un público, selecto, compuesto por devotos al cultivo de rosedales,
aplaudió con entusiasmo y aprobación el acto en que fueron premiados los
esfuerzos de don Rosario.
La rosa
ganadora en el Concurso Internacional de
Rosas Nuevas de Barcelona, era una rosa de exquisita belleza: corola de pétalos
cual terciopelo tornasolado que tenue reflejaba los rayos del sol.
Al recibir el
premio, pasó en secuencia cinematográfica, por la mente de don Rosario, los
cuidados que prodigaba a las rosas de su rosal, cómo las cortaba de las ramas,
en bisel, con sumo cuidado, con tijeras bien afiladas, esterilizadas y cómo las
cuidada del oidio, del mildiu, la roya y de los hongos; cómo las custodiaba del
granizo, del viento y la helada; de cómo se había documentado científica e
históricamente en el difícil cultivar de los rosedales. Se decía para sí, un
premio bien merecido por el esfuerzo desplegado.
De vuelta a su
rosedal, vio que la rosa negra, vanidosa, se erguía, como mirando por sobre el
hombro a las rosas de otros colores: la blanca, de una pureza sin igual, la
amarilla de intenso color; la rosada de una púber tenue palidez; la violeta
cardenalicia, la roja escarlata, siempre preferida; la de azul turquí, que
rivalizaba con el color del cielo, en fin, todas se sintieron desplazadas y
heridas en su amor propio.
Sin quererlo, don
Rosario, con su premio, había trastrocado el antes clima fraterno que en su
rosedal había. Esas rosas estaban tristes.
Una tarde,
después de una tenue llovizna y de un sol que declinaba, apareció el arco iris.
Las rosas desplazadas iniciaron un juego que siempre jugaban cuando aparecía
este meteoro: encontrar su color en el arco. Todas encontraron el suyo, con
alegría gritaban su ubicación; y, dejaron su tristeza, menos la negra, que se
puso a cavilar.
Después de un
largo pensar, la rosa premiada comprendió que poco ayuda al buen vivir la
vanidad propia y el desprecio a los amigos, extendió sus ramas y abrazó a las
otras rosas, las que sin rencor correspondieron los abrazos.
Rtuh gracias por los relatos que envias,son un bálsamo para la oficina cotidiana tan ausente de belleza
ResponderEliminarHermosa historia, un placer leerlo Prof. Goicochea
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