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viernes, 21 de marzo de 2014

La Yatama

Escribe: Antonio Goicochea Cruzado
Imagen: Educarte
-¿Por qué nadie agarra las manzanas de don Eugenio, a pesar de verse rojitas y estar casi en el camino?, nos preguntábamos todos.
El camino de cercos de piedra, pencas y alisos serpentea al bajar a Tayaloma, a la vera izquierda se encontraba la casa del brujo más famoso de la zona: el Cojo Eugenio. La vivienda hacía de entrada a una huerta de naranjos, limas, granadillas, plátanos, pacaes y manzanos.
Cuando el brujo se alejaba de su casa, montaba, mejor dicho lo hacían montar, sobre una dócil mula de blanco pelaje. Lo montaban porque Eugenio era un tullido y no tenía dominio de la parte inferior del cuerpo. Juana, una de sus esposas con ayuda de algún caminante subía a su hombre sobre la montura que había sido modificada especialmente para recibir un cuerpo deforme. Digo una de sus esposas porque vivía con dos hermanas: Elvira, en El Cedro y Juana en Tayaloma. Pero era Juana la que lo acompañaba en su trajinar de curandero, igual ayuda pedía para bajarlo en casa de algún paciente o en una cocinería para almorzar; en la mesa colocaba Juana
un pulcro mantel, y sobre él un plato de fierro enlozado y cuchara que siempre llevaba con ella. Precauciones que tomaban los del oficio ante posibles actos de venganza a través de las comidas.
-Buenos días doña Aurorita, buenos días Gringuita, véndame azufre, bálsamo de Buda; bálsamo del Perú; trozos del pico del pájaro  Dios Te Dé, con su voz atiplada montado en su mula, solicitaba don Eugenio frente a la "BOTICA LA SALUD", estos y otros artículos, que según decían aplicaría en sus artes de hechicería, que todos sabían que eran para curar, no para perjudicar, como los brujos maleros.
-Gringuita, Dios te pague, dele a mi Juana. ¡Juana págale y agradece, quihay questar agradecidos de estas buenas atenciones!
Don Eugenio olía a yerbas, a bálsamo, a árnica y a tabaco. Al ver su contrahecha figura lo mirábamos curiosos, de él se decían muchas cosas: que está “compactao”, que conversa con el diablo, que “tuerce el culo a cualquiera”, que convalece borrachos y que sana a los locos…
En San Miguel, teníamos la tarde y el anochecer del sábado, y el domingo para jugar a nuestras anchas. Por las noches, a la luz de la luna, después que la beatitas salían del rezo, en la Plaza, fuera el portón de la casa de Don Gerardito, sentados alrededor de uno de los Coshones, que fungiendo de cuentacuentos, nos relataba historias que nos  estremecían de miedo con leyendas de cura sin cabeza, de la mula coja, de los ovillos de colores, de duendes, fantasmas y aparecidos. ¡Qué tiempos aquellos!
Después de las ferias de San Juan y del Arcángel San Miguel, nos juntábamos en la Pampa de San Juan, antesala del cementerio a jugar a los toros, o a ver a Aurorita Yépez y a Pepe Gálvez  estrenar las primeras bicicletas que habían llegado al pueblo, que Jajejo fisgoneaba con exagerada atención, urdiendo para sus adentros cómo montar por primera vez una bicicleta en su vida.
Cuando los días eran solariegos, los muchachos en pequeños grupos organizábamos correrías por los campos para, invadiendo chacras ajenas, premunirnos de guabas, poro poros, tunas, granadillas y hasta choclos para preparar humitas en casa de alguno cuyos padres estaban de viaje.

Por estos lares no se veían manzanas más coloridas, de un carmín encendido, que las manzanas de la huerta del Cojo Eugenio, y que se nos hacía agua la boca cuando en nuestras correrías para cazar pajaritos pasábamos por allí, pero ningún mozuelo osaba arrancarlas por el temor que en nuestras mentes habían sembrado las habladurías de los timoratos pobladores: el Cojo Eugenio ha colocado yatama a sus frutales. Nadie sabía que cosa era la yatama, solo que la había colocado aquel temido brujo y eso era suficiente para no atreverse a tocar siquiera  la fruta que hundió a Adán.

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