Cuento
de Antonio Goicochea Cruzado
Imagen
de Johnny Becerra Becerra
Herman dejaba pasar la tarde mirando cómo en
las laderas de la otra banda, los
cerros del Este, dibujaban la sombra del horizonte contrario, que subía en la
medida que el sol se despedía.
Los loros, en bandada, hacían su recorrido dejando
los maizales del norte hasta el sur donde al calor del temple pasarían la noche en las oquedades arcillosas de una ladera.
-Son loritos que salen de la escuela y van a
su casa a descansar, decía la abuela a su nieto.
Herman recorrió en su mente los momentos pasados
en su escuela, los juegos con los compañeros y también sus bromas, las clases
de su maestro del cuarto año al que admiraba. Recordaba a la lora Aurora, que a
la salida de los niños de la escuela, se solazaba en su atril gritando “Aurora, Aurora,…”, que los pequeños
celebraban imitando sus gritos “Aurora,
Aurorita,…”, y a doña Sarita, que esperaba ese aviso para saber que los
niños salían de su centro de estudios, y presurosa salía a la puerta a vender los alfeñiques y los quesitos de a real.
Quiso tener un loro. Su papá le había contado
que en el valle colocan lana en las mazorcas de maíz y cuando los loros van a
comer choclos, se enredan en la lana y
quedan atrapados. Marcelina le dio lana escarmenada para que facilitara la
caza. Muy de mañana fue al maizal y la colocó en choclos que estaban prestos a
ser cosechados. Por la tarde una bandada de bulliciosos loros se posó en el
maizal. Cuando Herman acompañado de
Sandor, y sus cabrioleos y guau guaus,
fue a la chacra, los loros alzaron
vuelo, pero ocho quedaron atrapados en las lanas.
Escogió el que le parecía mejor y liberó al
resto. Con tijeras, Marcelina, la cocinera de la casa, cortó las plumas más
grandes, y dejó al loro en el patio de la casa. No podía volar.
Marcelina, le había dicho que los loros
aprenden a hablar cuando se les da de tomar vino y comer bizcocho; Herman, convencido, pidió a
su papá que le trajera vino y bizcochos del pueblo.
Y el loro, aprendió a hablar, aprendió a
decir palabras como “Toto, Toto come
poroto”, cuando Alberto pasaba cerca a la casa y el muchacho le tiraba
choloques en señal de rechazo; o “el
chancho de Marcelina”, cuando la cocinera iba al chiquero a alimentar a los
cerdos. Floro, será su nombre, dijo, y Floro le llamaban todos.
Un día que Herman tenía en manos a su lorito,
éste trepó por su brazo derecho y se posó en el hombro. El niño no se movía
para que el lorito permaneciera allí tranquilo, pero tuvo que acudir al llamado
de Marcelina, caminó desprevenido sin embargo el verde animalito seguía con él.
Desde ese día, posado en el hombro lo
acompañaba a donde iba.
El niño estaba orgulloso con su loro. ¡Loro, lorito, lorito mucho floro!, le
gritaban los niños, tantas veces que un día al ver pasar a los niños, desde el
hombro de su dueño gritó: ¡Loro, lorito,
lorito, lorito mucho floro!, los niños en barullo se arremolinaron junto a
ellos y lo festejaron con risas y aplausos.
Una tarde en que los loros volvían de la
escuela, como decía Marcelina, Floro los miró nostálgico, recordó su vida
gregaria; retomando su canto antiguo, abrió alas, que ya tenían plumas
crecidas, las batió con fuerza y, cantando, se unió al grupo.
Herman quedó triste, pero pensaba en lo que
decía su padre: “aunque la jaula sea de
oro, no deja de ser prisión”, y en sus disertaciones de que “en el mundo todos los seres, hombres,
animales e insectos, cumplen un papel determinado para que la naturaleza
siguiera viva”.
Su alegría volvió cuando en las vacaciones
del año siguiente, la bandada de loros pasó por la campiña coreando: ¡Loro, lorito, lorito, lorito mucho floro!
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Banda,lugar o ladera de enfrente.
Temple, lugar de clima templado o cálido.
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