Transcrito por Ruth Vásquez
Para todo padre, el día que su bebé da sus primeros pasos es un día especial. Pero cuando mi hijo Connor empezó a caminar, a los 17 meses de edad, supe que algo malo ocurría: el niño lo hacía en puntas de pie. El pediatra me dijo que no me preocupara, pero muy pronto los músculos de Connor comenzaron a perder fuerza. A los tres años presentó síntomas de debilidad en la parte superior del cuerpo; a los cinco, no podía sostener derecha la cabeza, y cuando entró en la escuela primaria ya había pasado de caminar con soportes en las piernas a depender de una silla de ruedas eléctrica. Verlo me partía el alma. Su capacidad mental
estaba bien, pero cada día se cansaba más y ni siquiera podía sostener el lápiz para escribir. De seguir así, en dos años más estaría tan débil que le sería imposible comer sin ayuda.
Los médicos estaban perplejos: no sabían cuál podría ser la causa de los síntomas de Connor. Su cuerpo estaba fallando, pero su mente funcionaba a la perfección. Le hicieron pruebas para descartar diversas enfermedades, entre ellas distrofia muscular. Consulté a otros especialistas, pero ninguno pudo hacer un diagnóstico exacto. Me sentía tan frustrada que decidí investigar por mi cuenta qué era lo que padecía mi hijo.
En 2002, cuando Connor tenía cuatro años, leí un artículo en una revista acerca de un raro trastorno genético llamado distonía, y desde entonces no lograba sacármelo de la mente. Los niños que aparecían en la foto del artículo sostenían sus cuerpos exactamente como Connor. Yo le mostraba la foto a cada médico que consultaba, pero siempre obtenía la misma respuesta: “La distonía es un trastorno muy raro, y su hijo no presenta todos los síntomas característicos”.
Finalmente, en 2004, acudí al doctor Shawn McCandless, un especialista en genética que tomó muy en serio el caso de Connor. Para mí, luego de tanto esfuerzo, ¡fue como ganar una medalla de oro! El doctor coincidió en que los síntomas del niño indicaban distonía, y dijo que un fármaco llamado levodopa podría curarlo. Sin embargo, había un problema: en los ensayos clínicos de la levodopa con adultos se había observado que podía causar alucinaciones, arritmia cardíaca y otros efectos secundarios. De ninguna manera iba yo a arriesgar a eso a mi hijo, que ya tenía seis años. Pero cuando su salud empeoró, comprendí que no había otra opción.
El tratamiento de Connor con levodopa tenía que ser suministrado por un neurólogo, así que en 2006 acudimos al doctor Irwin Jacobs, quien accedió a administrarle el fármaco al niño. Si daba resultado, dijo, lo sabríamos de inmediato.
El 21 de junio de 2007, cuando mi hijo tenía nueve años, Jacobs le administró la primera dosis. A la mañana siguiente, cuando fui a despertar a Connor, lo encontré arrodillado en su cama, lo que no había hecho desde que era muy pequeño.
—¡Mírame, mamá! —exclamó.
Estaba eufórico. Pero yo no quería ilusionarme demasiado y creer que el medicamento estaba funcionando.
En los días siguientes Connor se fortaleció un poco más. Al cabo de una semana mantenía el torso mucho más recto, y varias semanas después caminaba apoyándose en los muebles, de la misma manera en que lo hace un bebé cuando está aprendiendo a caminar. No tardó mucho en dar pasos agarrado a mis dos manos, luego a una sola y, finalmente, el 13 de agosto, atravesó el living de la casa de mi madre sin ningún apoyo.
Yo no podía creer lo que veía: el niño tan frágil y débil que ni siquiera podía comer sin ayuda, ahora caminaba.Desde entonces ya puede correr, nadar, jugar básquet y salir en Halloween a pedir golosinas.
El 9 de mayo festejamos los 13 años de vida de Connor. Y tenemos otra fecha para recordar: cada 21 de junio celebramos el Día Levodopa, con una torta y regalos. Es como una segunda fiesta de cumpleaños para Connor, y para mí, la conmemoración del mejor día de mi vida.
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