Escribe Antonio Goicochea Cruzado[1]
-Queridísimos familiares que hoy adornan y dan
prestancia a mi casa, que es también vuestra, saben que la cabeza del cuy es mi
presa favorita. Mi adorada Pochita ha reservado las cinco mejores y que hoy vamos
a degustar. Para dar inicio formal a éste ágape acompáñenme en este brindis por
tenerlos engalanando mi mesa.
-¡Salud! -Dijo convincente don Abelardo.
Los asistentes, puestos de pie, levantaron con
unción sendas copas de cabernet sauvignon que don Abelardo había reservado para
la celebración de sus cincuenta años.
–¡Salud! -dijeron en un coro no concertado y
de un tirón tomaron el vino ofrecido.
El cuy frito envuelto en shacta[2]
de maíz penipampino, antes de ir a la
sartén de
hirviente aceite, preparado por doña Flor estaba delicioso. El cuy coronaba
los platos pletóricos de papas huagalinas guisadas y trigo partido sancochado que
gritaban las delicias de Penipampa. Todos engullían las presas con deleite, sólo
don Abelardo, ayudándose con un cascanueces destrozaba los cráneos cuyinos para desarmarlos y obtener la
poca carne que contienen.
-¡Qué ricas son las cabezas y sus cachunas! ¡Es que me gustan tanto…! –Repetía
a cada rato.
Cuando se hizo un silencio en el que sólo se
escuchaban el ruido de la vajilla y el masticar de los comensales, don Abelardo
dijo, como solía decir, entre col y col, lechuga, entonces la anfitriona sirvió,
a cada uno, un vaso de chicha. Cual si fueran viajeros del desierto que llegaban
a un oasis, dieron cuenta inmediata del refrescante líquido ámbar. Luego saborearon
un apetitoso caldo de gallina.
Las mesas cubiertas de níveos manteles pallaquinos,
obsequiados por la esposa de un sobrino, sanmiguelina ella, presentaban las
delicias culinarias de doña Pochita, que todos comieron con deleite. Se
contaron chistes y chascarros de todos los calibres, siendo los rojos los más
aplaudidos. Al dar por terminado el ágape, con elocuentes palabras agradeció a
todos y ofreció como bajativo un anís especial preparado por las “monjitas del asilo”.
Carlitos, el sobrino más “leído”, contestó:
-Tío, a nombre de toda la familia, agradezco estas
muestras de cariño que nos brinda junto con tía Pochita. Por todo ello muchas
gracias. ¡No sabíamos que le gustaran tanto las cabezas de cuy! Cuando lo
tengamos en nuestras casas, que también son suyas, disfrutará de
platos llenos de cabezas con cachunas[3]. Todos asintieron
con carcajadas.
El tío Abelardo era el más querido de los tíos
en Penipampa. Asistía a todas las celebraciones familiares. Si por alguna
circunstancia, ajena a su voluntad, no se contaba con su presencia,
ostensiblemente la reunión no alcanzaba el nivel que la estampa del tío le
imprimía.
Después de aquel cumpleaños, cuando se
celebraba otro en familia, tío Abelardo era halagado con un plato lleno de
cabezas de cuy, que lo consumía con apetito canino. Hasta que a la tercera
invitación, posterior a la de los cincuenta años, volvió a tomar la palabra.
-Queridos familiares, dijo al ver el plato
lleno de cabezas, para mi cumpleaños, en casa, habíamos preparado comida para
veinticinco personas, pero como de improviso llegaron Gregorio y su familia,
cinco personas más de lo previsto, tuvimos que alargar la mesa y hacer malabares
en la cocina. Con el caldo no tuvimos inconveniente porque de las presas
grandes hicimos unas más pequeñas y como decimos en Penipampa, le echamos más agua al caldo, pero lo
del cuy si fue un gran problema y, tanto para Pochita, las ayudantes de la cocina
y para mí, sólo quedaban cabezas. Entonces no es que las cabezas me gusten
tanto. Por eso les pido, que en el futuro, vuelvan a servirme MI PRESA DE CUY, como
a todos.
La sorpresa fue mayúscula. Entonces, el
anfitrión ordenó que de inmediato a su tío querido le sirvieran dos cuyes
enteros para compensar la desazón de las dos invitaciones anteriores.
[1] Basado en un hecho real. He cambiado los nombres por no haber tenido
la posibilidad de pedir a los familiares me permitieran hacerlo con los suyos
propios.
[2] Shacta, harina gruesa de maíz.
[3] Cachunas, quijadas de cuy
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