Escribe: Antonio Goicochea Cruzado
Imagen: Educarte
-¿Por qué
nadie agarra las manzanas de don Eugenio, a pesar de verse rojitas y estar casi
en el camino?, nos preguntábamos todos.
El camino de
cercos de piedra, pencas y alisos serpentea al bajar a Tayaloma, a la vera
izquierda se encontraba la casa del brujo más famoso de la zona: el Cojo
Eugenio. La vivienda hacía de entrada a una huerta de naranjos, limas,
granadillas, plátanos, pacaes y manzanos.
Cuando el
brujo se alejaba de su casa, montaba, mejor dicho lo hacían montar, sobre una
dócil mula de blanco pelaje. Lo montaban porque Eugenio era un tullido y no
tenía dominio de la parte inferior del cuerpo. Juana, una de sus esposas con
ayuda de algún caminante subía a su hombre sobre la montura que había sido
modificada especialmente para recibir un cuerpo deforme. Digo una de sus
esposas porque vivía con dos hermanas: Elvira, en El Cedro y Juana en Tayaloma.
Pero era Juana la que lo acompañaba en su trajinar de curandero, igual ayuda
pedía para bajarlo en casa de algún paciente o en una cocinería para almorzar;
en la mesa colocaba Juana
un pulcro mantel, y sobre él un plato de fierro
enlozado y cuchara que siempre llevaba con ella. Precauciones que tomaban los
del oficio ante posibles actos de venganza a través de las comidas.
-Buenos
días doña Aurorita, buenos días Gringuita, véndame azufre, bálsamo de Buda;
bálsamo del Perú; trozos del pico del pájaro
Dios Te Dé, con su voz atiplada montado en su mula, solicitaba don
Eugenio frente a la "BOTICA LA SALUD", estos y otros artículos, que
según decían aplicaría en sus artes de hechicería, que todos sabían que eran
para curar, no para perjudicar, como los brujos maleros.
-Gringuita,
Dios te pague, dele a mi Juana. ¡Juana págale y agradece, quihay questar agradecidos de estas buenas atenciones!
Don Eugenio
olía a yerbas, a bálsamo, a árnica y a tabaco. Al ver su contrahecha figura lo
mirábamos curiosos, de él se decían muchas cosas: que está “compactao”, que
conversa con el diablo, que “tuerce el culo
a cualquiera”, que convalece borrachos y que sana a los locos…
En San
Miguel, teníamos la tarde y el anochecer del sábado, y el domingo para jugar a
nuestras anchas. Por las noches, a la luz de la luna, después que la beatitas
salían del rezo, en la Plaza, fuera el portón de la casa de Don Gerardito,
sentados alrededor de uno de los Coshones, que fungiendo de cuentacuentos, nos
relataba historias que nos estremecían
de miedo con leyendas de cura sin cabeza, de la mula coja, de los ovillos de
colores, de duendes, fantasmas y aparecidos. ¡Qué tiempos aquellos!
Después de
las ferias de San Juan y del Arcángel San Miguel, nos juntábamos en la Pampa de
San Juan, antesala del cementerio a jugar a los toros, o a ver a Aurorita Yépez
y a Pepe Gálvez estrenar las primeras
bicicletas que habían llegado al pueblo, que Jajejo fisgoneaba con exagerada
atención, urdiendo para sus adentros cómo montar por primera vez una bicicleta
en su vida.
Cuando los
días eran solariegos, los muchachos en pequeños grupos organizábamos correrías
por los campos para, invadiendo chacras ajenas, premunirnos de guabas, poro
poros, tunas, granadillas y hasta choclos para preparar humitas en casa de
alguno cuyos padres estaban de viaje.
Por estos
lares no se veían manzanas más coloridas, de un carmín encendido, que las
manzanas de la huerta del Cojo Eugenio, y que se nos hacía agua la boca cuando
en nuestras correrías para cazar pajaritos pasábamos por allí, pero ningún
mozuelo osaba arrancarlas por el temor que en nuestras mentes habían sembrado
las habladurías de los timoratos pobladores: el Cojo Eugenio ha colocado yatama
a sus frutales. Nadie sabía que cosa era la yatama,
solo que la había colocado aquel temido brujo y eso era suficiente para no
atreverse a tocar siquiera la fruta que hundió
a Adán.
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